I. EL CONTEXTO IDEOLÓGICO DE LA SOCIEDAD CIBERNÉTICA
En
cierto modo la charla de hoy es una continuación de la última conferencia que
dimos aquí en la Biblioteca Arús hace unos cuantos meses, donde tratamos de las
Eras Zodiacales desde el punto de vista de las leyes de la Ciclología. Bajo ese
mismo enfoque vamos a tratar ahora de un tema que nos ilustra acerca de la
naturaleza singular de nuestro tiempo, signado por los extraordinarios avances
tecnológicos que inevitablemente han cambiado la manera en que vemos y
comprendemos el mundo, hasta el punto de haberse producido una “ruptura” con el
marco mental y espiritual heredado de la humanidad anterior a la “era
tecnológica”, la que engendrará según sus “profetas” más arrojados una “nueva
humanidad” creada a partir de la simbiosis del hombre y la “inteligencia
artificial”: el homo deus.
Términos
como “trans-humanismo”, o posthumanidad, homo
deus, se emplean cada vez con mayor frecuencia en el lenguaje corriente de
la calle y en los medios de comunicación, lo que quiere decir que ha “calado”
en la opinión pública, y publicada, pues abundan los libros y artículos que, o
bien son auténticas apologías o por el contrario advierten de las consecuencias
negativas de una tecnología deshumanizada, que para muchos cumple una función
poco menos que “demiúrgica”, hasta el punto de divinizarla; por eso no es
impropio hablar de “tecno-religión”, otro término en boga pues describe un
“rasgo” propio de la mentalidad de aquellos que creen firmemente en el poder
“creador” de la tecnología, capaz incluso de “transformar” al propio hombre; de
ahí nace precisamente el concepto de “trans-humanidad”. Sin embargo, no
pretendemos “criticar” ni mucho menos “censurar” estos temas, como si fuésemos
los abanderados de una ética agredida por la deshumanización creciente de la
ciencia tecnológica, sino que nuestro único interés consiste en observar todo
esto con la mayor objetividad y guiados por la doctrina tradicional de los
ciclos, que es una ciencia tradicional muy antigua y que, aunque resulte
paradójico, siempre está de plena actualidad, pues en realidad es una manera de
denominar también a la Cosmogonía Perenne. Bajo su luz, veremos que todos estos
conceptos son expresiones de las tendencias disgregadoras que acechan en
nuestro tiempo, que tienen sus “signos” y “señales”, como se nos recuerda en la
máxima evangélica:
“Cuando veis levantarse una nube por el poniente, al instante decís:
Va a llover. Y así es. Cuando sentís soplar el viento sur, decís: Va a hacer
calor”. Hipócritas: sabéis juzgar del aspecto de la tierra y del cielo; entonces
¿cómo no exploráis el tiempo presente? ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos
lo que es justo?” (Lucas 12, 54-59).
Palabras enigmáticas, pero al mismo tiempo meridianamente
claras, pues en ellas se nos impele a buscar por nosotros mismos lo que es
“justo” en un tiempo de tribulación como el nuestro, algo que a nivel cíclico
cumplirá el “León de Judá”, o “León de Justicia”, en referencia al Cristo de la
“Segunda Venida”, que traerá de nuevo la salud, es decir la “liberación”, y
será como el fulgor del relámpago resplandeciendo de Oriente hasta Occidente (Mateo
24, 27).
Vamos, pues, a explorar nuestro tiempo, y vamos a intentar
igualmente explicar cuáles son los “signos” que hacen de él algo singular
dentro de la larga historia humana. Y qué duda cabe que el intento por parte de
la tecnología de crear una nueva humanidad es un “signo” lo suficientemente significativo
como para darnos cuenta de que ese tiempo está llegando a su fin. En este
sentido, la apelación de Cristo a buscar lo que en el tiempo presente hay de
“justo” y “verdadero” es también una llamada a buscar eso mismo dentro de
nosotros, pues es lo único que dejaremos depositado dentro del arca, que es la
forma simbólica que adoptará la Tradición Primordial durante el pasaje de un
ciclo a otro, de una humanidad a otra, según los ritmos cósmicos expresados por
los grandes ciclos de los Manvántaras,
o eras sucesiva de la humanidad, según la cosmogonía hindú.
Pero antes de nada, queremos aclarar que de ninguna manera
estamos en contra de la “tecnología”, lo cual sería un completo absurdo, sino
del empleo que se hace de ella como un instrumento de “poder” sobre el hombre y
sobre el mundo, hasta el punto de estar “formando” esa pretendida
transhumanidad que acogerá en su seno al homo
deus tecnológico. En fin, queremos mostrar con algunos ejemplos los
argumentos que nos han llevado a considerar que el desarrollo de la tecnología,
convertida ya en un fin y no en un medio o “herramienta” que se adapta a
nuestra naturaleza, acabará por convertirnos en una extensión de ella misma. O
sea, que se habrá operado una inversión completa del orden natural de las cosas,
y la “técnica”, derivada de la tecné
griega, es decir del “arte” con que se hace o produce una cosa, se convertirá
finalmente en una necesidad en sí misma, en vez de cubrir, como siempre ha
hecho, las necesidades del hombre, que no son solo las materiales sino también
las espirituales.
En una concepción que toma al ser humano como una totalidad
no existe una contraposición entre el homo
faber –el hombre que hace o fabrica un objeto- y el homo sapiens. Ambos constituyen un solo ser humano, al que bien
pudiera llamarse homo spiritualis, aquel
que a través de su arte manifiesta la riqueza de su mundo interior, nacida de
sus experiencias en el mundo de lo sagrado, las que han conformado su pensamiento
abriéndolo a las intuiciones metafísicas. Por eso mismo el arte, salvo en
nuestra época, siempre estuvo asociado a la ciencia como un conocimiento del
mundo partiendo de las realidades metafísicas. El “hombre espiritual” sabía
leer en los códigos secretos del cosmos y la naturaleza pues esos eran sus
mismos códigos simbólicos, fuente inagotable de una revelación permanente.
Hablando de esa experiencia y de esa “revelación”, Federico
González señala en su “Estudio sobre Hermetismo y Ciencia” (cap. III de Hermetismo y Masonería) que la
experimentación de la ciencia no es sólo física, como podría pensarse,
ya que su grado más
alto es la Revelación; es decir que el Conocimiento de lo Sagrado es la mayor
experiencia, aunque también incluye la magia en sus dos vertientes: la que se
apoya en la naturaleza de las cosas, y la que utiliza trucos que de alguna
manera violentan esa naturaleza, o sea que hay una magia "buena" y
otra "mala", o mejor, hay dos formas de actuar respecto a la
naturaleza, una es lícita y la otra no lo es. Hay algo de profético en esta
división, si se tiene en cuenta el posterior desarrollo de la civilización
occidental, y la supremacía actual de la segunda sobre la primera, es decir del
empirismo, la racionalización, el método estadístico y la falsa idea de una
evolución y de un progreso indefinido, material y técnico, capaz de solucionar
todos los males.
Un
concepto lineal del universo, el tiempo y el espacio, hace que a éstos se los
viva de una manera rígida y fija, en acuerdo con la literalidad de un
pensamiento sólo capaz de vislumbrar lo más inmediato de lo que perciben los
sentidos. En la época actual la ciencia ha tomado formas casi exclusivas de
medición cuantitativa reduciendo los problemas científicos a meras
estadísticas, lo que equivale a abandonar la búsqueda de la esencia y las
causas de los fenómenos –de cualquier naturaleza que sean– por la comodidad de
su mera descripción y sus efectos. Desgraciadamente esta forma de pensar
invalida la ciencia oficial que empíricamente encasilla las cosas por sus
características más superficiales sin contar tampoco los factores de cambio
permanente a que está sujeta cualquier manifestación, y considera al hombre
contemporáneo, completamente condicionado por su medio e ideología, como un
modelo universal válido para ser aplicado en toda circunstancia. Lo mismo, en
realidad, hace con cualquier fenómeno, así sea éste subatómico o estelar, y
termina mecanizando su visión de la vida a tal punto que es incapaz de
distinguir entre la teoría y el fenómeno en sí.
En
estas dos citas vemos trazadas de alguna manera las líneas fundamentales de lo
que vamos a intentar desarrollar en nuestro discurso. Partimos de la base de
que la ciencia experimental actual poco tiene que ver con la vivencia que se
desprende del conocimiento de lo sagrado, del misterio en el que todo está
enraizado. La técnica, tal y como la concebían las sociedades tradicionales,
formaba parte de una filosofía, de una búsqueda de la Sabiduría a través del
conocimiento de las leyes que gobiernan el cosmos, y que se plasmaban en las
distintas formas de su arte y su ciencia. Esto incluía la Magia Natural, es
decir la relación de simpatía entre los distintos planos del Universo, teniendo
al hombre como intermediario, con lo cual participaba de todos ellos. Al
conocer “lo de arriba y lo de abajo”, el ser humano además de reproducir en sus
obras el resultado y la síntesis de ese conocimiento, les infundía también un
espíritu, una idea-fuerza, la cual quedaba incorporada para siempre en dichas
obras. De aquí el carácter simbólico de toda obra que ha sido “hecha con arte”,
es decir con ciencia y con sabiduría.
Pues
bien, esa filosofía desapareció en el momento en que la tecné se alió con una ciencia ya desacralizada, que era hija de esa
“magia ilícita” a la que se refería Federico González, y que contribuyó a
“violentar la naturaleza”. Se pasó así de imitar a la naturaleza en su modo de
operar, a explotarla y a dominarla para manejarla al antojo de los intereses
materialistas y puramente económicos. Con el tiempo, de la tecné originaria se pasará a la “tecnociencia”, y de esta a la
“tecnocracia”, al “poder de la técnica”, cuya “religión” es la ingeniería
tecnológica, y que ha sido aceptada universalmente como un bien absoluto. La
propia dinámica de las cosas ha ido llevando poco a poco a la humanidad a una
dependencia total de la tecnología, de ahí su poder, y de ahí también,
paradójicamente, una enorme fragilidad, lo cual crea una sensación de estar
viviendo en un estado de crisis permanente, síntoma evidente de la disolución.
Los
falsos profetas del transhumanismo, creyendo ser los guías que nos conducirán a
la “nueva era” prometida, son sin embargo títeres en manos de fuerzas muy
oscuras. Todos ellos representan su papel a la perfección: el de conducir a la
humanidad al ámbito de lo infrahumano por la “artificialidad” de lo que adoran
y creen con fe ciega. Pensamos, por tanto, que es pertinente plantear este tema
y desarrollarlo, pues la situación del mundo actual, y su futuro inmediato,
también forma parte del simbolismo de la Historia, que es el que nos interesa
particularmente, pues creemos nos ayudará a entender dicha situación en el
contexto y el enmarque cíclico en que se produce y en el que vivimos.
Impulsadas por el “movimiento de la Historia” todas las culturas y civilizaciones,
como organismos vivos que son, están sujetas a un nacimiento, un desarrollo, una
plenitud y una decadencia. Podemos decir que el transhumanismo, y la
tecno-religión, son en realidad las últimas expresiones de la profunda
decadencia en que han caído las ideas que hace unos 2600 años pusieron los
cimientos intelectuales de la civilización occidental, concretamente en el
siglo VI a.C.
Uno
de los temas de nuestro tiempo es efectivamente haber tomado a la tecnología
como un fin que va a determinar que el mundo entre definitivamente en esa
“nueva era” tan pregonada. Definiremos más adelante que entendemos por esa
“nueva era” donde la tecnología es el paradigma, y que desde luego nada tiene
que ver con el “paraíso” prometido por sus profetas y visionarios de distinto
pelaje. Para nosotros, repetimos, todo esto es un símbolo del momento histórico
en que nos encontramos, que es el tiempo que nos ha tocado vivir, desgraciada o
afortunadamente. O a lo mejor las dos cosas a la vez, pues como se afirma en la
doctrina de los ciclos, en los últimos tiempos se manifestará lo peor y lo
mejor del ciclo humano, ya que será como una síntesis de todo él.
Desde
el momento en que la ciencia y la técnica se desligaron de sus fundamentos
filosóficos y metafísicos al final del Renacimiento, se incubó en ella un
pensamiento sustentado en una “pseudo-mitología” cuyos orígenes se remontan al
“racionalismo” cartesiano (recordemos por ejemplo el “animal-máquina” de
Descartes, anunciando la era de los robots), y que finalmente ha engendrado a
sus “falsos profetas” en perfecto acuerdo con la tendencia a la disolución de
estos tiempos finales del presente ciclo de la humanidad. La tecno-religión es
una verdadera “caricatura” y una “falsificación”, que sin embargo cumple un
papel muy bien definido para el momento actual. La degradación espiritual, ética y moral que sacude el mundo en este
último período del ciclo es una tendencia irresistible de ir hacia “abajo” muy
parecida a la que ejerce sobre los cuerpos la fuerza de la gravedad. Es la
tendencia “tamásica”, descendente, opuesta a la tendencia sattvica,
“ascendente”. Ha habido una clara “inversión” del espíritu originario
que generó la Filosofía y la Ciencia tal como fueron formuladas por Pitágoras y
Platón, y sus análogos en otras culturas, y que dieron lugar a una nueva época
de la Historia que ahora está en sus prolegómenos. Al comienzo de su obra
capital La Suprema Identidad, Alan
Watts dice algo parecido cuando afirma que:
“la pérdida de contacto del mundo
moderno con sus fuentes es la principal razón de la desintegración tan peculiar
como peligrosa de nuestra cultura”.
Esas
fuentes son, en efecto, y en lo que respecta a Occidente, la filosofía, la
ciencia y la metafísica que vienen de los maestros griegos, y que
posteriormente se funde con toda la herencia romana y judeo-cristiana para
acabar conformando nuestra civilización, la cual sufrió un gran síncope cuando
como consecuencia de un proceso de solidificación, se desarraiga de la herencia
espiritual e intelectual que la conformó.
El
por qué hemos llegado a este punto ya ha sido suficientemente analizado y
explicado por diversos autores y desde distintos enfoques (René Guénon,
Federico González, Ananda Coomarswamy, Luc Benoist, el ya citado Alan Watts,
Aldous Huxley, e incluso novelistas como George Orwell, entre otros), y no es
nuestro propósito volver a repetir los mismos argumentos, pero sí acudir a
ellos cuando sea necesario para clarificar un tema que como decimos está cada
vez más presente en nuestra sociedad, homogeneizada por una globalización
cimentada en la revolución tecnológica de los últimos decenios, y que ahora
mismo, como estamos señalando, se encuentra en una fase acelerada hacia la
consecución de su objetivo principal, que no es otro que la creación de esa
“transhumanidad”, o “post-humanidad”, personificada en el homo deus.
Lo
“post” está de moda, y esto lejos de ser algo transitorio manifiesta un estado
mental, cada vez más generalizado, que ha acabado por aceptar, por la fuerza de
los hechos, el fin de la civilización humana tal y como la conocemos, y con los
valores y principios que la constituyeron, los cuales, volvemos a repetir,
comenzaron a entrar en decadencia con la separación de la ciencia de su fuente
sapiencial y metafísica, quedando de ella sólo su componente “empírico” y
materialista. Si esos valores han caído, si la verdad ha sido sustituida por la
“posverdad”, ¿qué sería entonces la post-humanidad sino una parodia invertida
de la propia y genuina humanidad? Sabemos que la posverdad es una manera de
denominar a la mentira, o sea que lo cierto, la certeza intelectual y su
influjo en el pensamiento, que ha de ser libre para conocer la realidad, para
descubrir para qué existimos, y lo que da fundamento a nuestra vida, eso, que
es lo que más importante, es lo que menos interesa.
Además,
esos principios fundacionales de la cultura y la civilización, ¿por cuales
están siendo sustituidos? ¿Cuáles son las nuevas “ideas-fuerza” que mueven este mundo, en este momento y dentro de
un “futuro” que ya está aquí? ¿Cuál es, y dónde está en esa “nueva era” la
fuente de Sabiduría que continúe guiando a los seres humanos hacia el
descubrimiento del sentido de su existencia? Aquí encontramos un enorme vacío,
que se pretender llenar con la tecnología, pero bajo ningún concepto esta podrá
darnos las respuestas, pues, ¿acaso pueden los sofisticados artilugios tecnológicos
llegar a concebir las ideas metafísicas?
En
este sentido, el propio Alan Watts describe perfectamente un rasgo
característico de nuestra época, a la que define como una
“unidad de desunión”; los hombres
muestran una coherencia superficial merced a la extensión de la tecnología y a
la aceptación común de ciertos modos de pensamiento cuya naturaleza misma
consiste en producir mayor desintegración”.
Hay
aquí una cierta lógica coherente con aquellos modos de pensamiento que han
contribuido y contribuyen a esa “des-unión”, pues resulta que son esos “modos” los
que han provocado, o son la consecuencia mejor dicho de esa ruptura, o
debilitamiento, del cordón umbilical sutil que nos une a las fuentes
originarias de nuestra cultura, y a sus orígenes sagrados. Esos “modos de
pensamiento” desintegradores de que habla Alan Watts son en realidad
expresiones, en distintos grados de intensidad, de aquello que los antiguos
griegos identificaban con Tifón, los egipcios con Set, y otros pueblos con las
“hordas de Gog y Magog”. Se trata de entidades tenebrosas portadoras del caos y
la disolución, y que se reiteran de forma cíclica a lo largo de la Historia,
sobre todo en los momentos en que una civilización o un mundo entran en
declive. Estas energías disolventes tienen “su” tiempo, y como son
posibilidades de manifestación, han de desarrollar lo que tienen en potencia.
La
concepción orgánica de un universo jerarquizado y vivo, propia de las artes y
las ciencias que pervivieron hasta bien entrado el Renacimiento y que estaban
basadas en las leyes de las correspondencias y las analogías entre las
distintas partes de ese organismo, fue sustituida por la concepción
racionalista y mecanicista, que tiende a hacer del hombre una parte más de la
máquina, a “transformarlo” en una pieza más de su engranaje. Al contrario del
pensamiento simbólico, el mecanicismo se limita a las apariencias exteriores de
los seres y las cosas, y no puede explicar por tanto la verdadera naturaleza de
las mismas, su verdadera esencia. A esto le sucedió una física que acabaría por
romper los moldes de un solo universo, y por tanto de un solo cosmos, para
crear un “multiverso”, es decir una fragmentación más del concepto de unidad
inherente en todo lo que existe, creando así una multitud de “realidades
paralelas” que jamás se encontrarán.
Aquí
hemos de hacer un paréntesis para decir que no toda la física moderna participa
de esa concepción fragmentaria del cosmos. Hay una ciencia actual cuyos
postulados coinciden en lo esencial con los sostenidos por todas las
civilizaciones y tradiciones del mundo desde tiempo inmemorial, a saber: la
idea de que hay un solo Cosmos, un Orden del Mundo pese a su complejidad,
dotado de un “centro” donde se resuelven siempre las oposiciones que pudieran
haber entre las partes y el Todo, en suma una Estructura armónica que responde
a una Inteligencia Arquetípica, y que permanentemente se recicla a sí misma
posibilitando la indefinida variedad de la Vida Universal y su desarrollo en el
tiempo y el espacio.
Poco
a poco iría desapareciendo del horizonte de nuestra cultura la percepción de un
cosmos animado por fuerzas y energías invisibles, por espíritus, dioses o
nombres divinos que manifiestan la distintas formas que toma un único Ser
universal al manifestarse, y que esa totalidad, que es el Cosmos manifestado,
es una sola también, pues todo lo que emana del Ser, ya sea en lo macrocósmico
como en lo microcósmico, no está “fuera” sino dentro de él, y participa por
tanto de su unidad. Existe una “chispa”, un fuego, una luz, de ese Ser en todos
los seres emanados a partir de él. La tradición hindú lo llama Prajapati, el “Señor de los seres
producidos”, que es una manera de referirse a la potencia generadora de la
Unidad. Por eso mismo, además de animado, el pensamiento simbólico percibe el
cosmos como un conjunto de relaciones entre las distintas partes constitutivas
de un Ser único. Entonces, lejos de ser una “unidad de la des-unión”, ese
pensamiento es “unitario” y justamente tiende a ver el mundo como una Unidad.
Precisamente,
el transhumanismo y la tecno-religión son el resultado final del proceso de
alejamiento del hombre de esa Unidad y de esa concepción de un cosmos que no
solo es corporal, o psicosomático, sino que tiene un alma y un espíritu, al
igual que el ser humano, de ahí precisamente las analogías y correspondencias
entre el macro y el microcosmos. Por eso la ausencia de ese cosmos, ordenado y
jerarquizado, es también la ausencia de lo genuinamente humano, concepto
desconocido en las teorías del transhumanismo, que ya se están haciendo
realidad en una sociedad cada vez más parecida a esa utopía invertida que
Aldous Huxley describe tan lúcidamente en Un
Mundo Feliz, culminación de una fe ciega en el progreso indefinido, fundado
en la ciencia empírica pero que jamás podrá aplicarse al pensamiento
metafísico, por la sencilla razón de que este no “progresa”, ni está sujeto al
cambio, pero que sí se adapta al momento cíclico e histórico para continuar
transmitiendo el Conocimiento.
La
metafísica se refiere a principios inmutables presentes en el cosmos y en el
ser humano, formando parte constitutiva de su esencia, que no cambia nunca, o
que no se transforma en otra cosa distinta de lo que esa esencia es. Utilizando
una imagen simbólica, el centro del círculo permanece inmutable, mientras que
los radios y la circunferencia son los que se mueven y modifican
interminablemente en torno a él.
Frente
a lo que preconizan los falsos profetas de la “nueva era tecnológica”, la transhumanidad
no es en absoluto la “superación” de lo humano, sino la caída en lo
infrahumano. Creer que la “fusión” de la tecnología con lo biológico, con la
vida, puede conformar un “nuevo ser”, y que además dicho ser es “superior” al
que era “simplemente” humano, pero que no olvidemos está “hecho a imagen y
semejanza del Ser Universal”, es tal vez uno de los signos más evidentes de
hasta dónde puede llevar, y llegar, el ocaso y la degradación de las ideas
cuando de ellas se ha extirpado el espíritu y solo han quedado los “residuos
psíquicos”, o las “cáscaras”, que es exactamente lo que significa la palabra quiploth en la Cábala.
La
transhumanidad que se nos promete no implica en absoluto una “mutación” de la
individualidad humana en el sentido de una modificación profunda y una
“superación” de su naturaleza que le permitiera conocer otros estados
superiores más cercanos a su identidad verdadera, que es supraindividual. No,
esa “mutación” se efectúa sobre los elementos más externos o periféricos, o sea
sobre lo simplemente corporal y sus prolongaciones psíquicas, en definitiva
sobre lo psicosomático. Todo lo contrario, por cierto, de la transmutación
alquímica, que toma al conjunto cuerpo-alma como un atanor que “combustiona” y
se sublima gracias al calor y al fuego interno del Espíritu. Ese “transhumano”
es a todas luces el resultado de una transmutación “al revés”, es decir no la
de un ser que ha regenerado su naturaleza individual en vista a su realización
espiritual, sino de aquel que se ha hundido en las prolongaciones más
inferiores del psiquismo humano.
La
tecno-religión es un producto más de la “era electrónica”, que cíclicamente
coincide con la época más sombría de la “Edad Sombría” (el Kali-yuga hindú) y acabará siendo tomada como la “religión”, o
mejor la “pseudo-religión” de dicha era, aglutinando al mayor número de
“devotos” posible, que naturalmente será global, pues esta es la característica
del mundo actual.
Mirado
desde un punto de vista más elevado, dicha “era”, unificada por la tecnología,
no dejará de ser una parodia invertida de aquella única humanidad de los
orígenes primordiales, que hablaba un solo lenguaje y tenía una sola Tradición
nutrida por la Sabiduría y el Conocimiento, el cual está completamente vedado a
estos falsos profetas. También la humanidad actual vivió en sus orígenes en una
“aldea global”, pues eso fue precisamente el Paraíso, el mito de la utopía del
Conocimiento realizada entre todos los hombres y mujeres de la Tierra. Así se
describe la humanidad primordial en todas las culturas y civilizaciones. ¿No busca la tecno-religión, a través del transhumanismo,
realizar otra vez la utopía del Paraíso en la tierra, es decir la idea de un
mundo “perfecto”, “feliz”, gracias a la todopoderosa tecnología?
Pero esa utopía no será la del Conocimiento y la Sabiduría, sino la de su pura
y simple negación. Lo que se ha llamado “sociedad del conocimiento” no tiene
nada que ver con la Gnosis, con el verdadero Conocimiento. Lo que se llama
“ciencia cognitiva” es sencillamente una parodia de la verdadera “ciencia del
Conocimiento”, que no es otra que la Ciencia Sagrada.
El
hombre es un ser religioso por naturaleza, entendiendo religión en sentido
amplio, y no referido únicamente a las religiones monoteístas y al
“sentimiento” religioso. Religión como aquello que “religa” con lo sagrado y el
sentido trascendente de la vida. Esto es casi una pulsión vital, una necesidad
que, cuando no está canalizada por ideas-fuerzas de orden superior sino por un
sincretismo de creencias vagamente “espiritualistas”, conducirá inevitablemente
a una confusión y un desorden mental donde cualquier cosa, por extravagante que
parezca, tendrá visos de verosimilitud, sobre todo cuando, además, a dichas
creencias se añade una fe ciega en el “progreso indefinido”, como es el caso de
estos falsos profetas de la tecno-religión que persiguen el “paraíso
tecnológico”, el cual naturalmente no deberá tener límites en su desarrollo.
Esa fe ciega reposa en la creencia en el “evolucionismo”, que acabó por
convertirse en el sustituto de la religión. Nació así el dogmatismo
evolucionista, sobre el cual no se puede discutir, como no se podía discutir
del dogmatismo religioso en otras épocas, donde se corría el peligro de ser
quemado vivo, o excomulgado en el mejor de los casos.
El
“homo deus” preconizado por estos falsos profetas es el resultado de haber
entendido “al revés” muchas cosas, entre ellas ese versículo bíblico donde se
dice que “seréis como Dios” (Génesis 3-5), versículo que es una forma simbólica
de expresar la posibilidad que el hombre tiene de alcanzar el “estado de
Unidad”, en donde toda “distinción” desaparece pues en ese estado no hay acepción
de personas, y solo “El Ser Es”.
Precisamente,
y por utilizar un término caro a René Guénon, esa lectura “al revés” indica el
origen contra-tradicional que ha inspirado a los falsos profetas de nuestra
“era electrónica”, a la que han orientado en la creación de una serie de
“artilugios” tecnológicos que se han hecho, y seguirán haciéndose cada vez más
sofisticados y “necesarios” por la propia dinámica de las cosas, para acabar
“invadiendo masivamente” nuestras vidas, previo “conocimiento estadístico” de
nuestras tendencias, características personales, intereses, gustos, etc. El
resultado es la creación de un “doble” de nosotros mismos, una especie de clon
cibernético que finalmente acabará pensando y eligiendo por nosotros, es decir
de un sucedáneo o simulacro que ha sido compuesto mediante un “cómputo”
estadístico (cuando como bien sabemos toda estadística es ilusoria), que para
nada habla de nuestras verdaderas necesidades interiores y espirituales, sino
tan solo de aquello que es lo más superficial y cambiante.
¿Qué
es y para qué sirve el “big data”, todo ese gigantesco cómputo de macrodatos
que inunda el espacio virtual de la “nube”, sino para acabar componiendo una
descripción de nosotros mismos que para nada se corresponde con la realidad del
ser que somos? Por otro lado es muy sintomática la elección de la palabra
“nube” para referirse a un ámbito del ciberespacio al que los falsos profetas
del transhumanismo han dado el curioso y al mismo tiempo revelador nombre de
“nuevo hogar de la mente”.
El
“homo deus” es en realidad un “hombre-cyborg” más sofisticado, el ideal al que
se tiende cada vez más por la estrecha intimidad entre el hombre y la
“inteligencia artificial”, dentro de la cual la biotecnología ocupa un lugar
central. No hay límites en el desarrollo de la biotecnología, que en
conformidad con la teoría “evolucionista”, ha sido pensada en lo “horizontal”,
que es precisamente donde debe haber “límites” para no acabar en un espacio
indefinido y “amorfo”, en un “caos” de las conciencias a las que quiere
controlar el big data, donde reside
el genuino poder del “gran hermano cibernético”, el que todo lo controla, y
“todo lo ve”, parodiando así, una vez más, otro de los símbolos tradicionales
más universales: el del “ojo que todo lo ve” en referencia a la presencia del
principio divino en el centro de todo ser. Como vemos, y seguiremos viendo, la
inversión toca a los “centros neurálgicos” de una simbólica sagrada cuya
significación se pretende borrar definitivamente de la memoria humana.
Los
límites espacio-temporales nos permiten concebir la idea de lo ilimitado, que
desde el punto de vista metafísico siempre se refiere a lo celeste (como lo
espacio-temporal se refiere a lo terrestre). Lo celeste representa el mundo
inteligible de las ideas y los arquetipos, cuya verdadera comprensión supone
justamente la liberación inmediata de esos límites espacio-temporales. Al
romper el concepto de límite en lo horizontal se abrieron para el hombre nuevas
posibilidades en cuanto a su desarrollo material y tecnológico. Es indudable
que a esa ruptura contribuyó la filosofía escolástica medieval, la cual, ya en
su decadencia, propiciaría la desconexión de la individualidad humana con los
“universales”, en referencia al mundo de las ideas. La consecuencia fue que la
necesidad de conocer ese mundo superior se transfirió enteramente a la vida
terrestre, que era el único “horizonte”, valga la redundancia, por “descubrir”,
y no sólo en lo geográfico sino en muchos otros ámbitos, entre ellos los de la
ciencia empírica y la ingeniería tecnológica que se derivaría inevitablemente
de ella.
Como
consecuencia de todo esto, el pensamiento iría perdiendo profundidad haciéndose
cada vez más plano, más “bi-dimensional”, en términos de una dualidad que
engendra a partir de ella la multiplicidad indefinida, pero que nunca se
“resolverá” en la unidad por su propia linealidad. Lo bidimensional no es ni
tan siquiera una “estructura”, es decir el desarrollo armónico de la unidad, o
del punto si se trata de la geometría, y en donde la parte es un reflejo del
todo, siendo a partir de ella que éste puede reproducirse en la proporción y
medida correspondiente.
El
concepto cuantitativo del número es una degradación, y paradójicamente una
limitación de la aritmética sagrada, y por tanto de las ciencias y artes
ligadas a ella, especialmente las que desarrollaron una tecnología que
contribuiría a la “maquinización” del mundo, incluida la astronomía, que perdió
su antiguo carácter sagrado al desvincularla de la astrología ya que ambas
conformaban una sola ciencia en la Antigüedad. Este fue el caso de los caldeos,
de los egipcios o los mayas, entre muchas otras culturas, para quienes el cielo
físico, y espacial, expresaba un orden, en armonía con el destino de los
hombres, que podía leerse en el curso de las estrellas.
Si
la máquina tuviera alma, ella sería la que en realidad habría “maquinado” la
sociedad en que vivimos. “La máquina maquina” no sería, en ese supuesto, un
simple juego de palabras. Se podría estar tentado de definir a la electrónica
como un grado más “sutil” -por invisible al ojo- de la materia, y con un poder
de “seducción” y de “sugestión” mucho más poderoso que el simple “maquinismo”,
como el que denunciaba Charles Chaplin en “Tiempos modernos” hace casi un
siglo. Una seducción en la que pueden caer no sólo los que han sido “llamados”,
sino también los que han sido “escogidos”:
Porque se levantarán falsos Cristos
y falsos profetas, y mostrarán grandes señales y prodigios, para así engañar,
de ser posible, aun a los escogidos. (Mateo 24, 24).
El “maquinismo” del siglo XIX y mitad del siglo XX representó para el ser
humano una “solidificación” material que también fue mental. Pero nuestra época
está en un estadio más avanzado, y en ella, citando a Marshall McLuhan, el sociólogo que acuñó el término “aldea global”:
el “medio es el mensaje”, es decir “la tecnología es el mensaje”. Lo que se
“adora” en realidad es la magia invertida de la tecnología, de ahí la idolatría
que se le profesa. Y este es el cambio radical que se ha operado en la
mentalidad general del ser humano de hoy día, mentalidad mucho más maleable y
“líquida” que la de los siglos XIX y XX.
La
tecnología electrónica es una rama de la ciencia moderna que encierra dentro de
sí posibilidades de desarrollo indefinido en todos los campos. De hecho, y como
ya hemos sugerido, se trata del nuevo “paradigma cultural”, propio de la aldea
global. Vivimos dentro de ese paradigma y nos manejamos con sus códigos. Este
es el juego, el escenario en el que nos toca jugar hoy en día dentro del gran
teatro de mundo, y no podemos no jugar la partida ni el papel que nos
corresponde dentro de él. Recordemos que la palabra cibernética proviene del
griego y quiere decir “piloto”, en referencia concretamente al “arte de
navegar”, lo cual evoca evidentemente al “internauta” de nuestros días; en
consecuencia el paradigma cibernético aplicado a la tecnología de la
“inteligencia artificial” es hoy en día el que gobierna o “pilota” la sociedad
humana a escala mundial.
Ahora
bien, ya se trate de una tecnología capaz de llevarnos a Marte o incluso más
allá de los “límites” de nuestro sistema solar, o bien de la “nanotecnología”
capaz de penetrar en lo más íntimo y “nuclear” de la materia, tanto la una como
la otra están signadas por la desproporción y la desmesura. Son como aquellos
“gigantes y enanos” de que se habla en muchas mitologías, “guardianes de
tesoros ocultos”, pero portadores asimismo, afirma R. Guénon:
De influencias que pertenecen al
lado inferior y «tenebroso» de lo que se puede llamar el «psiquismo cósmico»;
(…) son efectivamente las influencias de este tipo las que, bajo sus formas
múltiples, amenazan hoy la "solidez" del mundo.[1]
Hablando
de “tesoros ocultos” ¿qué es para muchos la tecnología electrónica sino un
“tesoro oculto” por las inmensas posibilidades que encierra?
Pero como hemos señalado anteriormente, el “hombre nuevo” prometido por la
tecnología transhumanista no es el resultado de ninguna “transmutación” o
regeneración espiritual. Ese “hombre nuevo” resulta estar más cerca del
“androide” o “replicante” de las películas de ciencia ficción que de cualquier
otra cosa. A este respecto, ¿nos hemos fijado que ya no hay películas ni se
escriben libros sobre ciencia-ficción, sino tan solo de
los efectos que tendría la aplicación de una tecnología que, de facto, ya se ha
impuesto?
Este
es un dato que nos hace pensar que, en efecto, nuestra humanidad ha entrado en esa fase de la misma donde ha
de agotar aquellas posibilidades que las civilizaciones anteriores no quisieron
desarrollar por considerarlas inferiores con respecto a otras posibilidades que
sí fueron desarrolladas en comunión con las energías vivas de la naturaleza y
el cosmos. Además, un axioma de la Ciclología nos enseña que cuando una
civilización se expande de manera desproporcionada comienza para ella su
decadencia y paulatina desintegración. También la de una humanidad entera, como
es el caso.
Esto
está inevitablemente ligado con la “sensación” cada vez más cierta de estar
viviendo en un mundo cuyos pilares son como aquellos “pies de barro” de que
hablaba el profeta Daniel (capítulo II,
versículos 26 al 45). Unos
pies que en realidad estaban hechos de la mezcla de hierro y de barro. Así es
nuestra época: parece fuerte como el hierro (eso es la “todopoderosa”
tecnología para la gran mayoría), pero en realidad es tan frágil como el barro,
y además ambos elementos, el hierro y el barro, no se pueden mezclar: se
rechazan el uno al otro, lo cual nos da a entender que es ese antagonismo
radical entre las propias fuerzas que dirigen este mundo el que lo está llevando a su desintegración. Cuando solo
se está en el dominio de la dualidad irreconciliable todo conduce
inexorablemente hacia la división, la separación y finalmente a la disolución. En
su “poder” reside, pues, su propia debilidad. Es una expresión más de aquella
“unidad de desunión” de que hablaba Alan Watts y que caracteriza a nuestro
mundo.
Atendamos
al hecho de que la propia definición de nuestra época actual como “sociedad
líquida” no hace sino corroborar las tendencias hacia esa disolución, que lo es
en el orden social tanto como en el individual, pues es el pensamiento del
hombre moderno el que se ha “licuado”, fragmentado y disuelto. Como señala
precisamente quien acuñó por primera vez esta expresión de “sociedad líquida” allá
por los años ochenta, Zygmunt Bauman: “La vida líquida es una vida precaria y
vivida en condiciones de incertidumbre constante”.
[1] René Guénon. El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXII: “El
Significado de la Metalurgia”.
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