Sócrates- Quiero- Fedro- referirte la conversación que cierto día tuve con una mujer de Mantinea, llamada Diotima. Era mujer muy entendida en punto a amor, y lo mismo en muchas otras cosas. Ella fue la que prescribió a los atenienses los sacrificios, mediante los que se libraron durante diez años de una peste que los estaba amenazando. Todo lo que sé sobre el amor, se lo debo a ella. Voy a referiros lo mejor que pueda, y conforme a los principios en que hemos convenido Agatón y yo, la conversación que con ella tuve; y para ser fiel a tu método, Agatón, explicaré primero lo que es el amor, y en seguida cuáles son sus efectos. Me parece más fácil referiros fielmente la conversación que tuve con la extranjera. Había yo dicho a Diotima casi las mismas cosas que acaba de decirnos Agatón: que el Amor era un gran dios, y amor de lo bello; y ella se servía de las mismas razones que acabo de emplear yo contra Agatón, para probarme que el Amor no es ni bello ni bueno. Yo la repliqué:
¿Qué piensas tú, Diotima, entonces?
¡Qué! ¿será posible que el Amor sea feo y malo? Ella me respondió:
Diotima —Habla mejor, Sócrates, ¿crees que todo lo que no es bello, es
necesariamente feo?
S —Mucho que lo creo.
D —¿Y crees que no se puede
carecer de la ciencia sin ser absolutamente ignorante? ¿No has observado que
hay un término medio entre la ciencia y la ignorancia?
S —¿Cual es, Diotima?
D —Tener una opinión verdadera
sin poder dar razón de ella; ¿no sabes que esto, ni es ser sabio, puesto que la
ciencia debe fundarse en razones, ni es ser ignorante, puesto que lo que
participa de la verdad no puede llamarse ignorancia? La verdadera opinión ocupa
un lugar intermedio entre la ciencia y la ignorancia.
S- Dices verdad Diotima.
D —No afirmes, Sócrates, pues,
que todo lo que no es bello es necesariamente feo, y que todo lo que no es
bueno es necesariamente malo. Y por haber reconocido que el Amor no es ni bueno
ni bello, no vayas a creer que necesariamente es feo y malo, sino que ocupa un
término medio entre estas cosas contrarias.
S —Sin embargo, Diotima, todo el
mundo está acorde en decir que el Amor es un gran dios.
D —¿Qué entiendes tú, Sócrates,
por todo el mundo? ¿Son los sabios ó los ignorantes?
S —Yo, Diotima, entiendo todo el
mundo sin excepción.
D —¿Cómo, podría pasar por un gran
dios para todos aquellos que ni aun por dios le reconocen?
S —¿Cuáles pueden ser esos?
D —Tú y yo.
S —¿Cómo puedes probármelo?
D —No es difícil. Sócrates, Respóndeme.
¿No dices que todos los dioses son bellos y dichosos? ¿O te atreverlas a
sostener que hay uno que no sea ni dichoso ni bello?
S —No, ¡por Júpiter!
D —¿No llamas dichosos a aquellos
que poseen cosas bellas y buenas?
S —Seguramente.
D —Pero estas conforme, Sócrates,
en que el Amor desea las cosas bellas y buenas, y que el deseo es una señal de
privación.
S — En efecto, estoy conforme en
eso.
D —¿Cómo entonces, es posible que
el Amor sea un dios, estando privado de lo que es bello y
bueno?
S —Eso, a lo que parece, no puede
ser en manera alguna.
D —¿No ves, por consiguiente, que
también tú piensas que el Amor no es un dios?
S—¡Pero! ¿es que el Amor es
mortal?
D — De ninguna manera.
S —Pero, en fin, Diotima, dime
qué es.
D —Es, como dije antes, una cosa
intermedia entre lo mortal y lo inmortal.
S—Pero ¿qué es por último?
D —Un gran Daimon, un demonio,
Sócrates; porque todo demonio ocupa un lugar intermedio entre los dioses y los
hombres.
S—¿Cuál es, Diotima, la función
propia de un Daimon o demonio?
D —La de ser intérprete y
medianero entre los dioses y los hombres; llevar al cielo las súplicas y los
sacrificios de estos últimos, y comunicar a los hombres las órdenes de los
dioses y la remuneración de los sacrificios que les han ofrecido. Los demonios
llenan el intervalo que separa el cielo de la tierra; son el lazo que une al
gran todo. De ellos procede toda la esencia adivinatoria y el arte de los
sacerdotes con relación a los sacrificios, a los misterios, a los encantamientos,
a las profecías y a la magia. La naturaleza divina como no entra nunca en
comunicación directa con el hombre, se vale de los demonios para relacionarse y
conversar con los hombres, ya durante la vigilia, ya durante el sueño. El que
es sabio en todas estas cosas es demoniaco y el que es hábil en todo lo demás,
en las artes y oficios, es un simple operario. Los demonios son muchos y de
muchas clases, y el Amor es uno de ellos.
S —¿A qué padres debe su
nacimiento? Diotima.
D — Voy a decírtelo, Sócrates, aunque
la historia es larga:
D- Cuando el nacimiento de Venus, hubo entre los
dioses un gran festín, en el que se encontraba, entre otros, Poros hijo de
Metis Después de la comida, Penia se puso a la puerta, para mendigar algunos
desperdicios. En este momento, Poros, embriagado con el néctar (porque aún no
se hacía uso del vino), salió de la sala, y entró en el jardín de Júpiter, donde
el sueño no tardó en cerrar sus cargados ojos. Entonces, Penia, estrechada por
su estado de penuria, se propuso tener un hijo de Poros. Fue a acostarse con
él, y se hizo madre del Amor. Por esta razón el Amor se hizo el compañero y servidor
de Venus, porque fue concebido el mismo día en que ella nació; además de que el
Amor ama naturalmente la belleza y Venus es bella. Y ahora, como hijo de Poros
y de Penia, hé aquí cual fue su herencia. Por una parte, es siempre pobre, y
lejos de ser bello y delicado, como se cree generalmente, es flaco, desaseado,
sin calzado, sin domicilio, sin más lecho que la tierra, sin tener con qué
cubrirse, durmiendo al a luna, junto a las puertas ó en las calles; en fin, lo
mismo que su madre, está siempre peleando con la miseria. Pero, por otra parte,
según el natural de su padre, siempre está a la pista de lo que es bello y
bueno, es varonil, atrevido, perseverante, cazador hábil; ansioso de saber,
siempre maquinando algún artificio, aprendiendo con facilidad, filosofando sin
cesar; encantador, mágico, sofista. Por naturaleza no es ni mortal ni inmortal,
pero en un mismo día aparece floreciente y lleno de vida, mientras esta en la
abundancia, y después se extingue para volver a revivir, a causa de la
naturaleza paterna. Todo lo que adquiere lo disipa sin cesar, de suerte que
nunca es rico ni pobre. Ocupa un término medio entre la sabiduría y la ignorancia,
porque ningún dios filosofa, ni desea hacerse sabio, puesto que la sabiduría es
aneja a la naturaleza divina, y en general el que es sabio no filosofa. Lo
mismo sucede con los ignorantes; ninguno de ellos filosofa, ni desea hacerse
sabio, porque la ignorancia produce precisamente el pésimo efecto de persuadir a
los que no son bellos, ni buenos, ni sabios, de que poseen estas cualidades;
porque ninguno desea las cosas de que se cree provisto.
S —Pero, Diotima, ¿quiénes son
los que filosofan, si no son ni los sabios, ni los ignorantes?
D —Hasta los niños saben, dijo
ella, que son los que ocupan un término medio entre los ignorantes y los
sabios, y el Amor es de este número. La sabiduría es una de las cosas más
bellas del mundo, y como el Amor ama lo que es bello, es preciso concluir que
el Amor es amante de la sabiduría, es decir, filósofo; y como tal se halla en
un medio entre el sabio y el ignorante. A su nacimiento lo debe, porque es hijo
de un padre sabio y rico, y de una madre que no es ni rica ni sabía. Tal es, mi
querido Sócrates, la naturaleza de este demonio. En cuanto a la idea que tú te
formabas, no es extraño que te haya ocurrido, porque creías, por lo que pude
conjeturar en vista de tus palabras, que el Amor es lo que es amado y no lo que
ama. Hé aquí, a mi parecer, por qué el Amor te parecía muy bello, porque lo
amable es la belleza real, la gracia, la perfección y el soberano bien. Pero lo
que ama es de otra naturaleza distinta como acabo de explicar.
S — Y bien, sea así, extranjera;
razonas muy bien, pero el Amor, siendo como tú acabas de decir, ¿de qué
utilidad es para los hombres?
D —Precisamente eso es, Sócrates,
lo que ahora quiero enseñarte. Conocemos la naturaleza y el origen del Amor; es
como tú dices el amor a lo bello. Pero si alguno nos preguntase: ¿qué es el
amor a lo bello, Sócrates y Diotima, ó hablando con mayor claridad, el que ama
lo bello a qué aspira?
S—A poseerlo
D — Esta respuesta reclama una
nueva pregunta, Sócrates, ¿qué le resultara de poseer lo bello?
S —Diotima, no me es posible
contestar inmediatamente a esta pregunta,
D —Pero, si se cambiase el
término, y poniendo lo bueno en lugar de lo bello te preguntase: Sócrates, el
que ama lo bueno, ¿a qué aspira?
S —A poseerlo.
D —¿Y qué le resultarla de
poseerlo?
S —Encuentro ahora más fácil la
respuesta; se hará dichoso.
D —Porque creyendo las cosas
buenas, es como los seres dichosos son dichosos, y no hay necesidad de preguntar
por qué el que quiere ser dichoso quiere serlo; tu respuesta me parece
satisfacer a todo.
S — Es cierto, Diotima.
D —Pero piensas que este amor y
esta voluntad sean comunes a todos los hombres, y que todos quieran siempre tener
lo que es bueno; ¿ó eres tú de otra opinión?
S —No, creo que todos tienen este
amor y esta voluntad.
D —¿Por qué entonces, Sócrates,
no decimos que todos los hombres aman, puesto que aman todos y siempre la misma
cosa? ¿por qué lo decimos de los unos y nó de los otros?
S — Es esa una cosa que me
sorprende también.
D — Pues no te sorprendas;
distinguimos una especie particular de amor, y le llamamos amor, usando del nombre
que corresponde a todo el género; mientras que, para las demás especies,
empleamos términos diferentes.
S —Te suplico que pongas un
ejemplo.
D — He aquí uno. Ya sabes que la
palabra poesía tiene numerosas acepciones, y expresa en general la causa que
hace que una cosa, sea la que quiera, pase del no-ser al ser, de suerte que
todas las obras de todas las artes son poesía, y que todos los artistas y-
todos los obreros son poetas.
S —Es cierto, Diotima
D — Y sin embargo, ves que no se
llama a todos poetas, sino que se les da otros nombres, y una sola especie de poesía
tomada aparte, la música y el arte de versificar, han recibido el nombre de todo
el género. Esta es la única especie, que se llama poesía; y los que la
cultivan, los únicos a quienes se llaman poetas.
S —Eso es también cierto.
D —Lo mismo sucede con el amor;
en general es el deseo de lo que es bueno y nos hace dichosos, y este es el
grande y seductor amor que es innato en todos los corazones. Pero todos
aquellos, que en diversas direcciones tienden a este objeto, hombres de negocios,
atletas, filósofos, no se dice que aman ni se los llama amantes; sino que sólo aquellos,
que se entregan a cierta especie de amor, reciben el nombre de todo el género,
y a ellos solos se les aplican las palabras, amar, amor, amantes.
S —Me parece que tienes razón,
D — Se ha dicho, Sócrates, que
buscar la mitad de sí mismo es amar. Pero yo sostengo, que amar no es buscar ni
la mitad ni el todo de sí mismo, cuando ni esta mitad ni este todo son buenos;
y la prueba, amigo mío, es que consentimos en dejarnos cortar el brazo ó la
pierna, aunque nos pertenecen, si creemos que estos miembros están atacados de
un mal incurable. En efecto; no es lo nuestro lo que nosotros amamos, a menos
que no miremos como nuestro y perteneciéndonos en propiedad lo que es bueno, y
como extraño lo que es malo, porque los hombres sólo aman lo que es bueno. ¿No
es esta tu opinión?
S — ¡Por Júpiter! pienso como tú
Diotima
D —¿Basta decir que los hombres
aman lo bueno?
S -Sí
D —¡Pero ¡qué! ¿No es preciso
añadir, que aspiran también a poseer lo bueno?
S —Es preciso.
D — ¿Y no sólo a poseerlo, sino
también a poseerlo siempre?
S —Es cierto también.
D —En suma, el amor consiste en
querer poseer siempre lo bueno.
S —Nada más exacto, Diotima
D —Si tal es el amor en general;
¿en qué caso particular la indagación y la prosecución activa de lo bueno toman
el nombre de amor? ¿Cuál es? ¿Puedes decírmelo?
S —No, Diotima, porque si pudiera
decirlo, no admiraría tu sabiduría ni vendría cerca de tí para aprender estas verdades.
D —Voy a decírtelo: es la
producción de la belleza, ya mediante el cuerpo, ya mediante el alma.
S—Vaya un enigma, que reclama un
adivino para descifrarle; yo no lo comprendo.
D —Voy a hablar con más claridad.
Todos los hombres, Sócrates, son capaces de engendrar mediante el cuerpo y mediante
el alma, y cuando han llegado a cierta edad, su naturaleza exige el producir.
En la fealdad no puede producir, y sí sólo en la belleza; la unión del hombre y
de la mujer es una producción, y esta producción es una obra divina,
fecundación y generación, a que el ser mortal debe su inmortalidad. Pero estos
efectos no pueden realizarse en lo que es discordante. Porque la fealdad no puede
concordar con nada de lo que es divino; esto sólo puede hacerlo la belleza. La
belleza, respecto a la generación, es semejante al Destino y a Lucina). Por esta
razón, cuando el ser fecundante se aproxima a lo bello, lleno de amor y de
alegría, se dilata, engendra, produce. Por el contrario, si se aproxima a lo
feo, triste y remiso, se estrecha, se tuerce, se contrae, y no engendra, sino
que comunica con dolor su germen fecundo. De aquí, en el ser fecundante y lleno
de vigor para producir, esa ardiente prosecución de la belleza que debe
libertarle de los dolores del alumbramiento. Porque la belleza, Sócrates, no
es, como tú te imaginas, el objeto del amor.
S —¿Pues cuál es el objeto del
amor?
D —Es la generación y la
producción de la belleza.
S —Sea así, Diotima
D —No hay que dudar de ello, Sócrates
S— Pero, ¿por qué- Diotima- el
objeto del amor es la generación?
D —Porque es la generación la que
perpetúa la familia de los seres animados, y le da la inmortalidad, que consiente
la naturaleza mortal. Pues conforme a lo que ya hemos convenido, es necesario
unir al deseo de lo bueno el deseo de la inmortalidad, puesto que el amor consiste
en aspirar a que lo bueno nos pertenezca siempre. De aquí se sigue que la
inmortalidad es igualmente el objeto del amor.
S —Qué buenas lecciones que das
Diotima en nuestras conversaciones sobre el Amor.
D ¿cuál es, en tu opinión, Sócrates,
la causa de este deseo y de este amor? ¿No has observado en qué estado
excepcional se encuentran todos los animales volátiles y terrestres
cuando sienten el deseo de
engendrar? ¿No les ves como enfermizos, efecto de la agitación amorosa que les
persigue durante el emparejamiento, y después, cuando se trata del sostén de la
prole, no ves cómo los más débiles se preparan para combatir a los más fuertes,
hasta perder la vida, y cómo se imponen el hambre y toda clase de privaciones
para hacerla vivir? Respecto a los hombres, puede creerse que es por razón el
obrar así; pero los animales, ¿de dónde les vienen estas disposiciones
amorosas?
S ¿Podrías decirlo tú, Diotima?
D —¿Y esperas, hacerte nunca
sabio en amor si ignoras una cosa como ésta?
S —Pero repito, Diotima, que esta
es la causa de venir yo en tu busca; porque sé que tengo necesidad de tus lecciones.
Explícame eso mismo sobre que me pides explicación, y todo lo demás que se
refiere al amor.
D —Pues bien, Sócrates, si crees
que el objeto natural del amor es aquel en que hemos convenido muchas veces, mi
pregunta no debe turbarte; porque, ahora como antes, es
la naturaleza mortal la que aspira
a perpetuarse y a hacerse inmortal, en cuanto es posible; y su único medio es
el nacimiento que sustituye un individuo viejo con un individuo joven. En
efecto, bien que se diga de un individuo, desde su nacimiento hasta su muerte,
que vive y que es siempre el mismo, sin embargo, en realidad no está nunca ni
en el mismo estado ni en el mismo desenvolvimiento, sino que todo muere y
renace sin cesar en él, sus cabellos, su carne, sus huesos, su sangre, en una palabra,
todo su cuerpo; y no sólo su cuerpo, sino también su alma, sus hábitos, sus
costumbres, sus opiniones, sus deseos, sus placeres, sus penas, sus temores; todas
sus afecciones no subsisten siempre las mismas, sino que nacen y mueren
continuamente. Pero lo más sorprendente es que no solamente nuestros
conocimientos nacen
y mueren en nosotros de la misma
manera (porque este concepto también mudamos sin cesar), sino que cada uno de
ellos en particular pasa por las mismas vicisitudes. En efecto, lo que se llama
reflexionar se refiere a un conocimiento que se borra, porque el olvido es la
extinción de un conocimiento; porque la reflexión, formando un nuevo recuerdo
en lugar del que se marcha, conserva en nosotros este conocimiento, si bien
creemos que es el mismo. Así se conservan todos los seres mortales; no
subsisten absolutamente y siempre los mismos, como sucede a lo que es divino,
sino que el que marcha y el que envejece deja en su lugar un individuo joven,
semejante a lo que él mismo había sido. He aquí, Sócrates, cómo todo lo que es
mortal participa de la inmortalidad, y lo mismo el cuerpo que todo lo demás. En
cuanto al ser inmortal sucede lo mismo por una razón diferente. No te
sorprendas si todos los seres animados estiman tanto sus renuevos, porque la
solicitud y el amor que les anima no tiene otro origen que esta sed de
inmortalidad.
S —Muy bien, muy sabia Diotima,
pero ¿pasan las cosas así realmente?
D —Ella, con un tono de consumado
sofista, me dijo: no lo dudes, Sócrates, y si quieres reflexionar ahora sobre
la ambición de los hombres, te parecerá su conducta poco conforme con estos
principios, si no te fijas en que los hombres están poseídos del deseo de
crearse un nombre y de adquirir una gloria inmortal en la posteridad; y que este
deseo, más que el amor paterno, es el que les hace despreciar todos los peligros,
comprometer su fortuna, resistir todas las fatigas y sacrificar su misma vida.
S ¿Piensas, en efecto, que Alceste
hubiera sufrido la muerte en lugar de Admete, que Aquiles la hubiera buscado por
vengar a Patroclo, y que vuestro Codro se hubiera sacrificado por asegurar el
reinado de sus hijos, si todos ellos no hubiesen esperado dejar tras sí este
inmortal recuerdo de su virtud, que vive aún entre nosotros?
D- De ninguna manera, Sócrates.
Pero por esta inmortalidad de la virtud, por esta noble gloria, no hay nadie
que no se lance, yo creo, a conseguirla, con tanto más ardor cuanto más
virtuoso sea el que la prosiga, porque todos tienen amor a lo que es inmortal.
Los que son fecundos con relación al cuerpo aman las mujeres, y se inclinan con
preferencia a ellas, creyendo asegurar, mediante la procreación de los hijos,
la inmortalidad, la perpetuidad de su nombre y la felicidad que se imaginan en
el curso de los tiempos. Pero los que son fecundos con relación al espíritu... porque
los hay que son más fecundos de espíritu que de cuerpo para las cosas que al
espíritu toca producir. ¿Y qué es lo que toca al espíritu producir? La
sabiduría y las demás virtudes que han nacido de los poetas y de todos los
artistas dotados del genio de invención. Pero la sabiduría más alta y más bella
es la que preside al gobierno de los Estados y de las familias humanas, y que
se llama prudencia y justicia. Cuando un mortal divino lleva en su alma desde
la infancia el germen de estas virtudes, y llegado a la madurez de la edad
desea producir y engendrar, va de un -lado para otro buscando la belleza, en la
que podrá engendrar, porque nunca podría conseguirlo en la fealdad. En su
ardor, de producir, se une a los cuerpos bellos con preferencia a los feos, y
si en un cuerpo bello encuentra un alma bella, generosa y bien nacida, esta
reunión le complace soberanamente. Cerca de un ser semejante pronuncia numerosos
y elocuentes discursos sobre la virtud, sobre los deberes y las ocupaciones del
hombre de bien, y se consagra a instruirle, porque el contacto y el comercio de
la belleza le hacen engendrar y producir aquello, cuyo germen se encuentra/ya
en él.
Ausente ó presente piensa siempre
en el objeto que ama, y ambos alimentan en común a los frutos de su unión. De esta
manera el lazo y la afección que ligan el uno al otro son mucho más íntimos y mucho
más fuertes que los de la familia, porque estos hijos de su inteligencia son más
bellos y más inmortales, y no hay nadie que no prefiera tales hijos a
cualquiera otra posteridad, si considera y admira las producciones que Homero, Hesíodo
y los demás poetas han dejado ; si tiene en cuenta la nombradía y la memoria
imperecedera, que estos inmortales hijos han proporcionado a sus padres; ó bien
si recuerda los hijos que Licurgo ha dejado tras sí en Lacedemonia y que han
sido la gloria de esta ciudad, y me atrevo a decir que de la Grecia entera.
Solón, lo mismo, es honrado por vosotros como padre de las leyes, y otros muchos
hombres grandes lo son también en diversos países, ya en Grecia, ya entre los barbaros,
porque han producido una infinidad de obras admirables y creado toda clase de
virtudes. Estos hijos les han valido templos, mientras que los hijos de los hombres,
que salen del seno de una mujer, jamás han hecho engrandecer a nadie.
Quiza, Sócrates, he llegado a
iniciarte hasta en los misterios del amor; pero en cuanto al último grado de la
iniciación y a las revelaciones más secretas, para las que todo lo que acabo de
decir no es más que una preparación, no sé si, ni aún bien dirigido, podría tu
espíritu elevarse hasta ellas. Yo, sin embargo, continuaré sin que se entibie
mi celo. Trata de seguirme lo mejor que puedas. El que quiere aspirar a este
objeto por el verdadero camino, debe desde su juventud comenzar a buscar los
cuerpos bellos. Debe, además, si está bien dirigido, amar uno sólo, y en él
engendrar y producir bellos discursos. Enseguida debe llegar a comprender que
la belleza, que se, encuentra en un cuerpo cualquiera, es hermana de la belleza
que se encuentra en todos los demás. En efecto, si es preciso buscar la belleza
en general, sería una gran locura no creer que la belleza, que reside en todos
los cuerpos, es una é idéntica. Una vez penetrado de este pensamiento, nuestro
hombre debe mostrarse amante de todos los cuerpos bellos, y despojarse, como de
una despreciable pequeñez, de toda pasión que se reconcentre sobre uno sólo.
Después debe considerar la belleza del alma como más preciosa que la del cuerpo;
de suerte, que un alma bella, aunque esté en un cuerpo desprovisto de perfecciones,
baste para atraer su amor y sus cuidados, y para ingerir en ella los discursos más
propios para hacer mejor la juventud. Siguiendo así, se verá necesariamente
conducido a contemplar la belleza que se encuentra en las acciones de los
hombres y en las leyes, a ver que esta belleza por todas partes es idéntica a sí
misma, y hacer por consiguiente poco caso de la belleza corporal. De las
acciones de los hombres deberá pasar a las ciencias para contemplar en ellas la
belleza; y entonces, teniendo una idea más amplia de lo bello, no se verá
encadenado como un esclavo en el estrecho amor de la belleza de un joven, de un
hombre ó de una sola acción, sino que lanzado en el océano de la belleza, y
extendiendo sus miradas sobre este espectáculo, producirá con inagotable
fecundidad los discursos y pensamientos más grandes de la filosofía, hasta que,
asegurado y engrandecido su espíritu por esta sublime contemplación, sólo
perciba una ciencia, la de lo bello.
Préstame ahora, Sócrates, toda la
atención de que eres capaz. El que en los misterios del amor se haya elevado hasta
el punto en que estamos, después de haber recorrido en orden conveniente todos
los grados de lo bello y llegado, por último, al término de la iniciación, percibirá
como un relámpago una belleza maravillosa, aquella ¡oh Sócrates! que era objeto
de todos sus trabajos anteriores; belleza eterna, increada é impredecible,
exenta de aumento y de disminución; belleza que no es bella en tal parte y fea en
cual otra, bella sólo en este tiempo y no en tal otro, bella bajo una relación
y fea bajo otra, bella en tal lugar y fea en cual otro, bella para éstos y fea
para aquellos; belleza que no tiene nada de sensible como el semblante ó las
manos, ni nada de corporal; que tampoco es este discurso ó esta ciencia; que no
reside en ningún ser diferente de ella misma, en un animal, por ejemplo, ó en
la tierra, ó en el cielo, ó en otra cosa, sino que existe eterna y
absolutamente por sí misma y en sí misma; de ella participan todas las demás
bellezas , sin que el nacimiento ni la destrucción de éstas causen ni la menor
disminución ni el menor aumento en aquellas ni la modifiquen en nada.
Cuando dé las bellezas inferiores
se ha elevado, mediante un amor bien entendido de los jóvenes, hasta la belleza
perfecta, y se comienza a entreverla, se llega casi al término; porque el
camino recto del amor, ya se guie por sí mismo, ya sea guiado por otro, es
comenzar por las bellezas inferiores y elevarse hasta la belleza suprema,
pasando, por decirlo así, por todos los grados de la escala de un solo cuerpo bello
a dos, de dos a todos los demás, de los bellos cuerpos a las bellas
ocupaciones, de las bellas ocupaciones a las bellas ciencias, hasta que de ciencia
en ciencia se llega a la ciencia por excelencia, que no es otra que la ciencia
delo bello mismo, y se concluye por conocerla tal como es en sí. ¡Oh, mi
querido Sócrates!, si por algo tiene mérito esta vida, es por la contemplación
de la belleza absoluta, y si tú llegas algún día a conseguirlo, ¿qué te parecerán,
cotejado con ella, el oro y los adornos, los niños hermosos y los jóvenes
bellos, cuya vista al presente te turba y te encanta hasta el punto de que tú y
muchos otros, por ver sin cesar a los que amáis, por estar sin cesar con ellos,
si esto fuese posible, os privaríais con gusto de comer y de beber, y pasaríais
la vida tratándolos y contemplándolos de continuo? ¿Qué pensaremos de un mortal
a quien fuese dado contemplar la belleza pura, simple, sin mezcla, no revestida
de carne ni de colores humanos y de las demás vanidades perecibles, sino siendo
la belleza divina misma?
¿Crees que sería una suerte
desgraciada tener sus miradas fijas en ella y gozar de la contemplación y
amistad de semejante objeto? ¿No crees, por el contrario, que este hombre,
siendo el único que en este mundo percibe lo bello, mediante el órgano propio
para percibirlo, podrá crear, no imágenes de virtud, puesto que no se une a imágenes,
sino virtudes verdaderas, pues
que es la verdad a la que se consagra? Ahora bien, sólo al que produce y
alimenta la verdadera virtud corresponde el ser amado por Dios; y si algún
hombre debe ser inmortal, es seguramente éste.
S — Tales fueron, mi querido
Fedro, y vosotros que me escucháis, los razonamientos de Diotima. Ellos me han convencido,
y a mi vez intento yo dé convencer a los demás, de que, conseguir un bien tan
grande, la naturaleza humana difícilmente encontraría un auxiliar más poderoso
que el Amor. Y así digo, que todo hombre debe honrar al Amor. En cuanto a mí,
honro todo lo que a él se refiere, le hago objeto de un culto muy particular,
le recomiendo a los demás, y en este mismo momento acabo de celebrar, lo mejor
que he podido, como constantemente lo estoy haciendo, el poder y la fuerza del
Amor. Y ahora, Fedro, mira si puede llamarse este discurso un elogio del Amor;
y si no, dale el nombre que te acomode.
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