miércoles, 31 de octubre de 2018

BOECIO. "La Consolación de la Filosofía"



Como otros filósofos romanos, Boecio tomó parte activa en la política de su tiempo, lo que le llevó, ya anciano, a su caída e incluso a la muerte. Sin embargo su principal inquietud fue preservar las fuentes del saber y la herencia cultural antigua tras la desaparición del Imperio Romano de Occidente. 

Mientras aguardaba su ejecución escribió un libro memorable La Consolación de la Filosofía, en cinco capítulos, una obra que lo ha mantenido vivo a lo largo de los siglos, siendo un texto capital de nuestra literatura tradicional o sapiencial.  Platón, Cicerón, Séneca, los estoicos y neoplatónicos, san Agustín, todos quedaron convocados en aquella asamblea carcelaria, sobreviviendo el pensamiento de todos ellos amparados en la Sagrada Filosofía que les unía en verdadera hermandad intelectual. 

En aquella prisión, y entre las lágrimas que constantemente empañaban su rostro, Boecio nos da cuenta de su congoja y cómo en ese trance, asistido por sus desgarradas Musas que nunca perdieron el ánimo, entona tristes versos. 

Sumido en la desolación estaba cuando recibe la visita de una majestuosa dama que le hace comprender que su aflicción verdaderamente radica en haber olvidado el verdadero fin del hombre. Dice Boecio:

"Yo que en mi ardor juvenil compuse inspirados versos, cuando todo a mi alrededor parecía sonreírme, hoy me veo sumido en el llanto, y ¡triste de mí!, sólo puedo entonar estrofas de dolor. 
Escribo, mientras el llanto baña mi rostro al eco del tono elegíaco de mis Musas. Ellas,  que siempre fueron la compañía de mis caminos, recuerdo gratísimo de mi florida y fecunda juventud, vienen ahora a dulcificar los destinos de mi abatida vejez que la desgracia la ha precipitado, y cargada de males se ha cernido sobre mí a la mitad del camino de mi vida, canas prematuras cubren mi cabeza

(…) ¡Oh, cuán larga se me hace una vida tan tediosa!

Mientras en silencio me agitaban estos sombríos pensamientos lanzando mi llanto a través de mi pluma, parecióme que sobre mi cabeza se erguía la figura de una mujer de sereno y majestuoso rostro, de ojos de fuego, penetrantes como jamás los viera en ser humano, de color sonrosado, llena de vida, de inagotables energías, a pesar de que sus muchos años daban a entender que no pertenecía a nuestra generación. Su estatura, imprecisa, pues una vez adquiría el tamaño de la figura humana, y otras se elevaba hasta dar su frente con el mismo cielo en el que desaparecía de la vista de los hombres.

Su vestido de un material inalterable, estaba compuesto de finísimos hilos, y realizado con exquisito primor. Ella misma lo había tejido con sus manos, según más adelante me hizo saber. La estampa que ofrecía era como aquellas que se ven en la penumbra, difuminadas, envuelta en una tenue sombra y con aquella pátina propia de lo antiguo. En la parte inferior de su vestido veíase bordada la letra griega pi (práctica), y en lo más alto, la letra thau (teoría)  y enlazando las dos letras había unas franjas que, a modo de peldaños de una escalera, permitían ascender desde aquel símbolo inferior al superior.

No obstante, se veía en el vestido algún desgarro hecho por violentas manos  que habían arrancado de él cuantos pedazos les fuera posible llevarse entre los dedos. La mayestática figura llevaba unos libros en su mano derecha, y el cetro en la izquierda.
(…) No temas, me dijo. No hay peligro, sufres un letargo, enfermedad común en todos los desengañados.

Pero no es ahora tiempo de lamentos —dijo la mujer aparecida—, sino de poner el remedio.Intentaré disipar, poco a poco, las tinieblas de tu alma.

Dicho esto enjugó mis ojos bañados por las lágrimas con un pliegue de su vestido.Así, pues, volví mis ojos para fijarme en ella, y vi que no era otra sino mi antigua nodriza, la que desde mi juventud me había recibido en su casa, la misma Filosofía.

¿Y cómo —le dije— tú, maestra de todas las virtudes, has abandonado las alturas donde moras en el cielo, para venir a esta soledad de mi destierro? ¿Acaso para ser también, como yo, perseguida por acusaciones sin fundamento?

¿Podría yo —me respondió— dejarte solo a ti que eres mi hijo, sin participar en tus dolores, sin ayudarte a llevar la carga que la envidia por odio de mi nombre ha acumulado sobre tus débiles hombros?

No, la Filosofía no podía consentir quedara solo en su camino el inocente; ¿iba yo a temer ser acusada?; ¿iba yo a temblar de espanto, como si hubiera de suceder lo nunca visto? ¿Crees que sea ésta la primera vez que una sociedad depravada pone a prueba la sabiduría? ¿Acaso entre los antiguos, anteriores a la época de mi discípulo Platón, no he tenido que sostener duros combates contra los desatinados ataques de los necios?

Y viviendo Platón, ¿no quedó triunfante su maestro Sócrates, gracias a mi asistencia, de una muerte injusta? Luego, la turba de los epicúreos (...)  y sucesivamente las demás escuelas y sectas, cada cual según sus medios, han intentado asaltar mis dominios; y al arrastrarme, a pesar de mis clamores y de mis esfuerzos, para no quedarse sin su parte de botín han destrozado la vestidura que por mis propias manos me tejiera, y llevándose jirones han abandonado la lucha, imaginando que me habían hecho suya.
Entonces, al verlos vestidos con los despojos de mi ropaje la ignorancia los juzgó mis familiares e hizo caer en el error a muchos de los profanos.

Si acaso desconoces el exilio de Anaxágoras, el envenenamiento de Sócrates, las torturas de Zenón, porque ninguna de estas cosas acaeció en vuestro pueblo, al menos no has podido olvidar a los Canio, los Séneca, los Sorano, pues están en la memoria de todos y no ha pasado mucho tiempo desde ellos hasta vosotros.

Y lo que a éstos condujo a la ruina fue el haber sido formados en nuestra doctrina, razón por la cual jamás se mostraron conformes con el gusto e inclinaciones de los malvados.

Por ello no tienes que admirarte al ver que en el océano de la vida sintamos las sacudidas de furiosas tempestades, ya que nuestro gran destino es no agradar a los peores. Aun cuando los tales sean legión, merecen, sin embargo, nuestro desprecio, pues, acéfalos, sin guía quien los dirija, son arrastrados por el error de sus locuras, que los hacen divagar desordenadamente y sin rumbo.

Si un día pretendieran entablar combate, y envalentonados se lanzaran contra nosotros, entonces nuestra guía, la razón, replegará sus tropas a las fortalezas, y al enemigo no le quedará sino un despreciable botín que apresar.

A nosotros, defendidos de los ataques de la horda furiosa por trincheras infranqueables para el vulgo insensato, nos inspirará risa y desprecio verlo a nuestros pies, disputándose encarnizadamente cosas sin valor". Mª Ángeles Díaz  (Mi fb)
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Notas
1.- Hemos seguido la Traducción de Pablo Masa, Ediciones Perdidas, y la de Pedro Rodríguez, Alianza Editorial.
2.-La imagen es un aguafuerte y buril representando a la Filosofía tal y como la concibió Boecio. José Camarón Bonanat (1731-1803) la dibujó, y Manuel Peleguer (1759-1831) la gravó.